martes, 18 de noviembre de 2008

POETA DE LA SEMANA

LUIS ANDRES ZÚÑIGA*


LOS INDIGENTES

¿Oís el doloroso clamoreo
de esa tribu que vierte sus miradas
con pupilas de huraño centelleo,
que lleva en sus espaldas fatigadas
un fardo de amarguras y mancillas,
hambrienta tribu que en el lodo rueda
e implora con el alma de rodillas
de vuestra caridad una moneda?

¿No escucháis los dolientes alaridos
de esos pálidos seres angustiados?
¿Por qué se hallan sus miembros abatidos
al trozo del dolor encadenados?

¿Por qué entre la miseria languidecen,
aspirando el perfume que le ofrecen
del dolor los fatídicos jardines,
en tanto que riquísimos varones
derrochan en los báquicos festines
el oro de sus arcas a montones?

¿Acaso porque son desheredados
y no llevan ni cruces ni toisones,
como ostentan soberbios potentados
cubriendo sus sañudos corazones,
no tienen para su alma dolorida
cubierto en el banquete de la vida?

Ni cruces, ni medallas ni toisones
ostentan esas lúgubres legiones;
mas llevando sus pechos destrozados,
merecen más respeto sus clamores
y sus tristes guiñapos desgarrados,
que la pompa de reyes y señores.

Sus almas, como el oro codiciado
que ha sido de impurezas despojado
entre las llamas del crisol candente,
en horas oscurísimas y aciagas
las ha purificado lentamente
el gran dolor de sus inmensas llagas.

¿No observáis esa niña acongojada
con los ojos bañados por el llanto,
que implora con su tímida mirada
que otorguéis un consuelo a su quebranto?
Es tal vez una huérfana extraviada
que vaga, con el cielo por testigo,
con el humano bosque abandonada,
con sed, con hambre y sin tener abrigo. . .

Esa niña tan pálida, que llora
y que tiene la faz tan abatida,
¿es acaso una joven pecadora
que en lucha con el mal salió vencida,
y ha rodado a tan duro sufrimiento
como tímida alondra que en su vuelo,
luchando con los ímpetus del viento,
por falta de vigor cae en el suelo?

No le esquivéis vuestra piadosa mano,
no desdeñéis su súplica angustiosa,
que esa guija que brilla en el pantano
puede ser una joya muy valiosa.

Y ese anciano de débiles pupilas
donde la luz del entusiasmo no arde,
que murmura palabras muy tranquilas
y parece de espíritu cobarde,
¿por qué humillado la piedad implora,
su planta lleva cual despojo inerte,
y no aguarda en su lecho que traidora,
sus ojos a cerrar llegue la muerte?

¿No tiene lecho? Acaso ese vencido
que surcos muestra de un dolor sincero,
no tiene, como pájaro sin nido,
en las oscuridades del sendero
donde alojar su cuerpo desvalido. . .

Su pecho está rendido al sufrimiento;
por mandato de un hado inexorable
su cuerpo está marchito y macilento,
arrugado su rostro venerable.

y con el corazón hecho pedazos,
son criaturas tal vez de almas hermosas
que para hacer el bien son elegidas.

Ese anciano tan triste que mendiga,
sin tener, en la angustia que devora,
el noble apoyo de una mano amiga
ni la luz de una voz consoladora;
acaso fue un guerrero valeroso,
cuyos hijos también acaso fueron
guerreros muy honrados y animosos
que en la lucha por la patria perecieron;
o fue un fuerte varón de alma piadosa
que impulsado por voces celestiales,
dio talvez con su mano generosa
a los menesterosos sus caudales. . .

No dejéis a ese anciano abandonado;
dadle pan, dadle abrigo, que mitigue
ese rudo dolor que despiadado,
cual famélico perro le persigue.

También ha de ofrecerle vuestra boca
esa plática dulce, que provoca
aliento en los espíritus gastados;
y llegará, cual música que vuela,
a aliviar sus oídos lacerados,
pues música es la voz cuando consuela.

Esos seres de lívido semblante
que viven de la angustia entre los brazos,
con la mente agitada y delirante,
¡acogedlos con manos cariñosas
y bálsamo poned en sus heridas!

Como arroyo que corre murmurando
hacia el mar insaciable y tenebroso,
sus almas y las nuestras van marchando
hacia un término oscuro y misterioso
que el ojo del Creador tiene previsto.
Esos míseros son nuestros hermanos;
así lo ha predicado a los humanos
con divina elocuencia Jesucristo.




TODO ES NADA

I
¿Vuestras son, gran señor aquellas eras,
y aquel bosque densísimo y fragante,
y el dorado trigal de esas praderas
que cosecha os darán tan abundante;

Y la carga también de esas veleras
naves que vienen de un país distante,
y esas fuertes cuadrigas tan ligeras
de piafar orgulloso y resonante?

Y ostentáis, entre tanta algarabía,
por esas cosas que os donó la suerte,
vuestra ruda altivez, vuestra ufanía!. . . .

¿Es qué ignoráis, señor, que cuando entramos
a la mansión augusta de la Muerte,
en la puerta todo eso abandonamos?

II
Hermano: es nuestra estirpe la estirpe luminosa,
cuyo tronco es Homero, monarca trashumante.
De aquel viejo heredamos la sangre vigorosa,
y príncipes nacimos, con cetro rutilante.

Resido donde fulge la Lira fabulosa,
y en mi Pegaso alado de cascos de diamante,
yo voy a tu palacio magnífico de la Osa
y tus lacayos me abren la puerta resonante.

Yo avanzo altivamente; me sientas a tu lado,
y en tanto que tu orquesta su música suspira,
tus pláticas sublimes escucho embelesado.

Pero la luz se inquieta de tu imperial mirada
cuando en concierto dicen mis labios y mi lira:
Hermano, ¿qué es la vida?. . .Hermano, ¡todo es nada!

III
¿Por qué mi voz extrañas? ¿No escuchas los ruidosos
clamores que mantienen la selva estremecida?
El Dolor va siguiendo nuestros pasos medrosos,
y en la sombra simula nuestra marcha una huida.

¿Acaso entre rompientes y bancos peligrosos,
cuando cruzó tu nave la Estigia embravecida,
tu estela no seguían mil monstruos venenosos
y hostiles no te fueron los vientos de la vida?

¿Y entonces, nauta triste, de tu alma solitaria
al cielo compasivo no alzaste una plegaria,
donde la dicha es astro de eternos resplandores?

¿Por qué tu me aconsejas la vida de placeres,
de músicas, de vino, de aplausos, de mujeres,
si esa es urna rosada que esconde mil dolores?



LA RIBERA ENCANTADA

Algo del mundo dime, viajero afortunado!
Dime: ¿qué reina ahora? ¿Aún reina la doblez?
Que hace ya muchos años que estoy aquí encantado,
de este lago en la orilla risueña en que me ves.

Yo vi de una hada joven el seno sonrosado;
surgiendo de esas aguas la sorprendí una vez,
y sus divinas formas dejáronme hechizado.
Era su faz perfecta: la mismo eran sus pies.

Y desde entonces sigo, por la dormida arena,
sus labios enervantes, su canto de sirena,
el canto más radioso que se escuchó jamás;

y de he vagar por siempre sobre esta inmensa orilla
pues cuando huir intento de esta hada sin mancilla,
sus pérfidos imanes me atraen más y más.



LUIS ANDRÉS ZÚNIGA (1878-1964). Poeta y narrador. Durante su estancia en París, fue secretario de Rubén Darío, cuando éste dirigía la revista Mundial Magazine. En Honduras fungió como director de la Biblioteca y Archivo Nacionales; también fue a ser subsecretario de Relaciones Exteriores. Dirigió las revista Semana Ilustrada, Germinal y Ateneo de Honduras, de la que fue fundador, junto con R.H. Valle, Froylán Turcios y Salatiel Rosales. En 1914, su obra dramática Los conspiradores obtuvo un premio y fue la obra con la que se inauguró el Teatro Nacional "Manuel Bonilla". En la actualidad, en Honduras, lo más difundido de su obra siguen siendo sus Fábulas (1915), de las cuales incluiremos una muestra más adelante. Zúniga publicó en vida solamente un libro de poemas: Aguilas conquistadoras (1913).

jueves, 13 de noviembre de 2008

POEMAS DE ANTONIO JOSE RIVAS

MI PATRIA

Mi patria es una rosa memorable
Sorprendida en el pecho.

Siempre que la pronuncio
Se descubre que le bezo la frente

Morazan la eterniza leve y alta,
Pero en el mar me pesa.

Mi patria es una ñiña que aun se
Busca detrás de los espejos.

Y en la baba de un pez desamorado
se resvala su nombre.

No hay manera honda de mirarla
Que perdida en mis ojos:

Le oigo su lento mundo de cenizas
Y paz deshabitada;

Un alto río irremediablemente
le moja la tristeza.

La sangre se le quiebra en la cintura:
Mitad de la esperanza.

Y en su cuerpo una alondra
Sollozada aunque nadie se lo diga.

Mi patria es una lágrima desnuda
Que se esconde en los ojos.

Se diría que todas las cascadas
Le han bebido la risa.

Yo ni siquiera puedo suspirarla
Porque me duele el aire.

Lo guardado con amor en estas letras:
¡quiero vivir un poco!

viernes, 24 de octubre de 2008

JUAN RAMÓN MOLINA (1875-1908)

JUAN RAMÓN (1875-1908). Poeta, también cultivó, con habilidad, el cuento; ejerció el periodismo como profesión. La obra poética de Molina ha sido valorada favorablemente por escritores como Miguel Ángel Asturias, Rubén Darío, Rafael Heliodoro Valle, Max Henríquez Ureña, Hugo Lindo, William Chaney y Enrique González Martínez, entre otros.

POESIA ESCOGIDA


PESCA DE SIRENAS

Péscame una sirena, pescador sin fortuna,
que yaces pensativo del mar junto a la orilla.
Propicio es el momento, porque la vieja luna
como un mágico espejo entre las olas brilla.

Han de venir hasta esta ribera, una tras una,
mostrando a flor de agua el seno sin mancilla,
y cantarán en coro no lejos de la duna,
su canto, que a los pobres marinos maravilla.

Penetra al mar entonces y coge la más bella,
con tu red envolviéndola. No escuches su querella,
que es como el llanto aleve de la mujer. El sol

la mirará mañana –entre mis brazos loca–
morir –bajo el divino martirio de mi boca–
moviendo entre mis piernas su cola tornasol.

SALUTACION A LOS POETAS BRASILEROS

Con una gran fanfarria de roncos olifantes,
con versos que imitasen un trote de elefantes
en una vasta selva de la India ecuatorial,
quisiera saludaros -hermanos en el duelo-
en las exploraciones por la tierra y el cielo,
en el martirologio de los circos del mal.

Mi Pegaso conoce los azules espacios.
Su cola es un cometa, sus ojos son topacios,
el rubio Apolo y Marte cabalgarían en él;
relinchará en los céspedes de vuestro bosque umbrío,
se abrevará en las aguas de vuestro sacro río,
y dormirá a la sombra de vuestro gran laurel!

Venir pude en la concha de Venus Citerea,
sobre el áspero lomo del león de Nemea,
en el ave de Júpiter o en un fiero dragón;
en la camella blanca de una reina de Oriente,
en el cuerpo ondulante de una alada serpiente,
a bordo de la lírica galera de Jasón.

O en la fornida espalda de un genio misterioso,
o envuelto en la vorágine de un viento proceloso,
o de una negra nube en el glacial capuz;
en la marea argentina de una luna de mayo,
asido del relámpago flamígero de un rayo,
o con los duendes gárrulos que juegan en la luz.

Mas en Pegaso vine desde remotos climas,
señor, príncipe, rey o emperador de rimas
sobre el confuso trueno del piélago febril:

¡Salve al coro de Anfiones de estas tierras fragantes!
¡A todos los orfeos del país de los diamantes!
¡A todos los que pulsan su lira en el Brasil!

Tal digo, hermanos míos en la prosapia ibérica.
Saludemos la gloria futura de la América,
que todas las espigas se junten en un haz.
Unamos nuestras liras y nuestros corazones,
que ha llegado el crepúsculo de las anunciaciones,
para que baje el ángel de la celeste paz!

Augurio de ese día se ve en el horizonte.
Hoy tres aves volaron desde un florido monte;
yo las miré perderse en el naciente albor:
un cóndor –que es el símbolo de la fuerza bravía–
un búho –que es el símbolo de la sabiduría–
y una paloma cándida –símbolo del amor–.

Dijo el Cóndor, gritando: la unión da la victoria,
el búho, en un silbido: el saber da la gloria,
la paloma, en su arrullo: el amor da la fe.
Yo –que escruto el enigma de nuestro gran destino–
ante el casual augurio del cielo matutino
siguiendo los tres pájaros en éxtasis quedé.

Pero Pegaso aguarda. Sobre su fuerte lomo
gallardamente salto en un instante, como
el Cid sobre Babieca. Me voy hacia el azur.
¿Acaso os interesa mi suerte misteriosa?
¡Buscadme en mi magnífico palacio de la Osa,
o en mi torre de oro, junto a la Cruz del Sur!




RIO GRANDE
A Esteban Guardiola

Sacude, amado río, tu clara cabellera,
eternamente arrulla mi nativa ribera,
ve a confundir tu risa con el rumor del mar.
Eres mi amigo. Bajo tus susurrantes frondas,
pasó mi alegre infancia, mecida por tus ondas,
tostada por tus soles, mirándote rodar. . .

Presa fui del ensueño. Tus guijarros brillantes
me parecían gruesos y fúlgidos diamantes
de un Visapur incógnito de rara esplendidez;
y –en sonoro y límpido cristal de luna llena–
el espejo de plata de una falaz sirena
de torso femenino y apéndice de pez.

¡Oh infancia! ¡Quien te hubiera parado en tu camino!
Dueño era de la lámpara de iris de Aladino,
de su mágico anillo, de su feliz candor:
como él, tuve pirámides de gemas fabulosas,
un alcázar magnífico, mil esclavas hermosas,
y fue mi amada la hija de un gran emperador.

Más, todo fue más frágil y breve que tu espuma,
más efímero y vago que la temprana bruma,
que sube de tus aguas hacia el celeste azur;
arenas confundidas en tu glacial corriente,
pájaros errabundos que buscan lentamente
las vírgenes florestas que bañas en el Sur.

Lejos de estas montañas, en un lugar distante,
soñaba con tu fresca corriente murmurante,
como en la voz armónica de una amada mujer;
con tus ceibas y amates y tus yerbas acuáticas,
con tus morenas garzas, inmobles y hieráticas,
que duermen en tus márgenes al tibio atardecer.

Cuando volví a mirarte el opio del hastío
me envenenaba; pero tu grato murmurío,
tornó a dar a mí espíritu una sedante paz:
lavaste con tos olas agrias levaduras,
mi corazón llenaste de cándidas ternuras,
y una nueva sonrisa iluminó mi faz.

Amo tus grandes pozas de tonos verdioscuros,
tus grises arenales y los peñascos duros,
con los que a veces trabas una furiosa lid;
y tus abrevaderos, que cubren enramadas,
donde su sed apagan las tímidas vacadas,
como en las fuentes bíblicas el ciervo de David;
las flores de tus ásperos y espesos matorrales,
tus islotes, cubiertos de espinos y chilcales,
y los musgosos árboles que en tu margen se ven,
el gránulo de oro que en tus arenas brilla,
la raíz que como sierpe se sumerge en tu orilla,
la rama que te besa con rítmico vaivén.

Tus aguas salutíferas me dieron nueva vida.
Infatigable buzo, perseguí en su guarida
a la ligera nutria debajo del peñón;
crucé con fuerte brazo tus remolinos todos,
conocí los peligros que ocultan tus recodos
y me dejé arrastrar de tu canturia al son.

A veces, en las tardes, con perezoso paso
he seguido tus márgenes, que el sol, desde el ocaso,
dora con los destellos de su postrera luz,
presa de una profunda, tenaz melancolía,
tejiendo ensoñaciones de vaga poesía,
que mi Tabor ha sido, pero también mi cruz!

¿Qué dicen los polífonos murmullos de tus linfas?
¿Son risas de tus náyades? ¿Son quejas de tus ninfas?
¿Pan tañe en la espesura su flauta de cristal?
Oigo suspiros suaves . . .gimen ocultas violas. . .
alguien dice mi nombre desde las claras olas,
oculto en los repliegues del líquido raudal.

¡En vano estoy inquieto, clavado en tu ribera!
No miraré, ¡oh náyade! tu verde cabellera,
ni el jaspe de tus hombros, ni el nácar de tu tez;
sólo percibo, bajo la superficie fría,
–joyel de una cambiante y ardiente pedrería–
cual súbito relámpago, un fugitivo pez.

De noche ­­­–en esas noches solemnemente bellas–
una por una bajan del cielo las estrellas
medrosas, en tu tálamo de aljófar a dormir;
y cuando se despierta la virginal mañana,
vestida con su túnica magnífica de grana,
huyen a sus palacios de plata y de zafir.

En los postreros meses del tórrido verano
semejas un medroso y claudicante anciano,
de empobrecidas venas y de cascada voz;
tus árboles parecen raquíticos enfermos,
tus eras se transforman en miserables yermos,
segadas por el filo de una candente hoz.

Por todos lados hallan los encendidos ojos,
lajas resplandecientes, misérrimos rastrojos
y pedregales agrios donde te encharcas tú;
duermen las lagartijas su siesta en los barrancos,
y la torcaz del monte –en los escuetos flancos–
se queja bajo un cielo de vívido tisú.

Más ya las nubes abren sus lóbregas entrañas:
un diluvio benéfico desciende a las montañas,
cien arroyos hirvientes hasta tu cauce van;
arrastras en tu cólera los más robustos troncos,
y sacudiendo peñas y dando gritos roncos,
pareces el hermano del hórrido huracán.

Pláceme así mirarte cuando a tu orilla acudo,
cuando me precipito –enérgico y desnudo–
en tus revueltas aguas que reventar se ven;
y aspiro de tus bosques el capitoso efluvio
y pienso que eres una corriente del diluvio
que fragorosa bate mi palpitante sien.

Porque amo todo aquello que es grande o que es sublime:
el águila tonante, no el pájaro que gime,
el himno victorioso, no el verso femenil;
las mudas, y solemnes, y vastas soledades,
los lúgubres abismos, las fieras tempestades,
todo lo que es soberbio, grandioso o varonil!

Te amo por eso cuando con vigorosas alas,
te cruza –mientras turbio y aterrador resbalas–
lanzando ásperos gritos el martín pescador;
y, columpiando agrestes parajes nemorosos,
vas a asustar los viejos caimanes escamosos,
tendidos en la costa con plácido sopor.

Sigue rodando, oh río, por tus eternos cauces,
ve a endulzar del enorme Pacífico las fauces,
sé un manantial perenne de vida y de salud;
muy pronto iré a tu orilla, con ánimo cobarde,
bajo la paz augusta de una tranquila tarde,
a recordar mi loca y ardiente juventud.

Mañana –cuando me haga sus misteriosas señas
la muerte– bajo un lote de cardos y de breñas,
en una humilde fosa tendré que reposar;
sin que ninguno inscriba, pues de verdad nadie ama,
sobre una piedra mísera y tosca un epigrama
piadoso, que a las gentes convide a meditar.

Pero mi oscuro nombre las aguas del olvido
no arrastrarán del todo; porque un desconocido
poeta, a mi memoria permaneciendo fiel,
recordará mis versos con noble simpatía,
mi fugitivo paso por la tierra sombría,
mi yo, compuesto extraño de azúcar, sal y hiel.

Envuelto en un solemne crepúsculo inefable,
dirá tal vez pensando en nuestro ser variable:
"Cual nuestro patrio río su espíritu fue así:
soberbio y apacible, terrífico o sereno,
resplandeciente de astros y túrbido de cieno,
con rápidos, y honduras, y vórtices". Tal fui.

Tal fui, porque fui hombre, oh soñador ignoto,
pálido hermano mío, que en porvenir remoto
recorrerás las márgenes que mi tristeza holló.
¡Que el aire vespertino refresque tu cabeza,
la música del agua disipe su tristeza
y yazga eternamente, bajo la tierra yo!



AGUILAS Y CÓNDORES
A Alejo Lara.
Para ti, gran inteligencia y gran corazón, que -en el augusto
silencio de la amistad- enfloraste mi lira y me tendiste
la mano. -Mi espíritu augur- a través de la diaria vida
mediocre- hace un signo a tu alma patricia -
veneta o florentina- triplemente capaz de amar, sentir y comprender.
J. R. M.


Portaliras ilustres de nuestro Continente:
miremos el futuro con ojos de vidente,
con ojos que irradiasen –de sus cuencas sombrías–
la luz de las más grandes y fuertes profecías;
la luz de Juan –con su águila y su delirio a solas–
frente al eterno diálogo de las convulsas olas,
que oyeron bajo un cielo de horror y cataclismos
las cosas que le dijo la lengua del abismo;
voces de Dios: hipérboles, parábolas y elipsis,
¡que truenan en el antro del negro Apocalipsis!

¿Hermanos no seremos en la América? Todos
nacimos de gérmenes vitales de los lodos:
desde el rubio hiperbóreo que en el norte domina
hasta el centauro indómito de la pampa argentina,
que rige los ijares de su salvaje potro
como las ruedas rítmicas de su máquina el otro,
cual si quisieran ambos –henchidos de arrogancia–
suprimir el obstáculo del tiempo y la distancia.

Para Dios –que los orbes con su palabra crea;
que, antes que el viejo cosmos, hizo el fiat de la idea,
dando así –en la medida de su alto pensamiento–
más valor a una sílaba que a todo el firmamento,
porque hay una mecánica más divina y completa,
en una hermosa idea que en el mejor planeta;
para ese Dios que todo lo ve, lo pesa o traza,
no hay en el Nuevo Mundo más que una sola raza,
raza que tiene sones de próxima marea
a los pies de los Andes: muralla ciclopea,
dragón en cuyo dorso se erizan cien volcanes,
que barre con su apéndice el mar de Magallanes,
y tritura en sus dientes –en la región del bóreas–
un enorme oso blanco: las tierras hiperbóreas.

¿Quién habla de conquistas fatales? El destino
nos lleva a grandes pasos de luz por el camino
que se hunde en las abruptas gargantas de la historia.
Calienta nuestros éxodos un almo sol de gloria;
de otras razas cargamos los cíclicos escombros
para oprimir en ellos nuestros hercúleos hombros;
cortamos en los bosques las más ilustres palmas;
fundimos en las almas antiguas nuestras almas;
seguimos, como norma de vida, los ejemplos
máximos; el Dios único se adora en nuestros templos;
somos los herederos de un mundo amortajado:
¿Qué hacer con ese enorme depósito sagrado?

¡Un manantial de bienes, magnífico y fecundo!
Cuando Dios nos donara este soberbio mundo;
cuando trazó a Colombo su misteriosa estela,
soplando –desde el cielo– la lona de su vela;
cuando le envió –del fondo de incógnitas orillas–
como señal de tierra, sus algas amarillas;
cuando empujó benigno, con invisibles manos,
la popa en que los graves patriarcas puritanos,
confiándose en su Biblia, iban cantando en coro,
sobre las turbias aguas del piélago sonoro,
para –que en la enormes y hostiles soledades–
alzaran sus soberbias y cíclicas ciudades;
cuando envió sus ciclones y sus borrascas fieras
a Cabral –arrojándole a costas brasileras–
para que las sublimes trompetas de la fama
proclamasen su nombre con el del alto Gama,
y el genio lusitano brillara prepotente
desde el remoto Oriente al lejano Occidente,
no fue para dar vida a razas de Caínes:
¿cómo iban a ser esos sus misteriosos fines?

Fue para que –de América en el feliz regazo–
nos diéramos eterno y fraternal abrazo
de amor –de los dos mares al gigantesco arrullo–;
de sus florestas tórridas al lírico murmullo,
donde el Pan del futuro ensayará su flauta
ajustando sus sones a una divina pauta de paz.
Junto a los ríos de milenarios cauces,
donde abrevar pudieran sus sitibundas fauces,
sin que faltara un átomo de su raudal ameno
¡los corceles de Atila, de Tamerlán y Breno!

¡Razas del Nuevo Mundo! Pueblos americanos:
en este continente debemos ser hermanos,
bajo el techo de estrellas de nuestro Eterno Padre
la madre de nosotros es una misma madre,
es una misma Niobe, que nos brindó su seno,
de calor y de leche, y de dulzura lleno;
inagotable seno cuyo licor fecundo
dará la vida a todos los huérfanos del mundo.

Que la discordia huya de esta fragante tierra;
cerremos las dos puertas del templo de la guerra;
en el Tártaro ruede la Caja de Pandora.
¿Acaso nos alumbra una feliz aurora?
Ya despuntó. Un Apolo más joven y bizarro
sujeta a su cuadriga el argentino carro.
Parte como un relámpago. En el azul sereno
repercute su fuga como un alegre trueno.
Una luz de milagro en el Oriente asoma.
Voló del arca sobre la tierra una paloma
para escrutar el légamo de los viejos diluvios.
Un viento matutino, pletórico de efluvios,
sobre todas las frentes de la América avanza.
Cada pecho es como urna de paz y de esperanza;
florecen nuevas rosas en agresivos cardos;
las llagas se suavizan con ungüentos de nardos;
los crótalos de la ira no vierten sus ponzoñas;
aceites de consuelo se ven en las carroñas;
Caín –con su salvaje melena alborotada–
no blande enloquecido su criminal quijada;
un cántico armonioso preludian las mareas.
¿Qué miro?
Grandes hordas de pueblos y de ideas
viven sobre la música de las mareas sordas;
revueltas muchedumbres, cosmopolitas hordas,
y gentes, y mesnadas y pueblos y naciones.
Escucho la pisada febril de sus talones,
el latir de su pechos hirvientes como fraguas
sus lenguas; como el grave rumor de muchas aguas;
oigo sonar sus místicos y melodiosos bronces
glorificando al Dios del Universo. Entonces
El ha de ver –del fondo de su divino cielo–
pasar, bajo las nubes, un fragoroso vuelo,
un gran tropel de pájaros de gritos resonantes:
una bandada de águilas y cóndores gigantes,
unánimes, encima de los más altos montes,
perdiéndose en sublimes y azules horizontes.
¡Y ante esa visión de aves, fortísimas y hurañas,
tendrá como un gran gozo de miel en las entrañas!




EL CHELE (cuento)

Cuando ella le llevó el almuerzo —un plato de cocido hecho de prisa — aguardábala a la reja, agarradas las manos a los barrotes. Era un mocetón membrudo, tirando a rojo, de mandíbulas fuertes, velloso como un perro de aguas, de barba viril. Un macho como pocos.
La hembra se acercó, ritmando con las caderas, de amplio paréntesis, la estrofa del amor carnal. Era de mediana estatura, trigueña, rica de carnes, fresca como una sandía. Terciado el pañolón café, haciendo chillar los botines, pasó entre los soldados, despidiendo de su enagua una brisa ardiente y perturbadora, impregnada de perfumes baratos.
Chico —dijo ronroneando la voz como gata—, aquí está el almuerzo.
¿Por qué has venido tan tarde?— replicó el reo con una voz entre áspera y dulzona.
—No pude estar antes. Tengo mucho que hacer.
¡Mentira! Es que vivís entretenida con ese tinterillo. Ya se que me seguís engañando. Pero ve, por Dios —hizo una cruz con la diestra y la besó— que te doy una lección cuando salga de este enchute. Y lo que es a él... Aquí la cara del Chele hizo un gesto feroz, enarcándose las pobladas cejas de sus ojos atigrados.
—A él —siguió iracundo— lo degüello con éste. — Y a hurtadillas de los soldados sacó un cuchillo, no se sabe de dónde, terriblemente afilado. — Lo degüello, ya lo sabes.
En la faz de la mujer se pintó una mezcla de miedo y de odio. Ésta, de repente, tiró al suelo el almuerzo, alejándose de la reja.
—Oíme, negra —gimió él arañando los barrotes—; oíme un momento.
Más ella, caminando precipitadamente, como a pequeños saltos, ganó la entrada de la guardia.
—Oíme, negra, oíme, te lo suplico. Párate un poco.
Ella iba a desaparecer, zangoloteando la pulpa de las redondas posaderas; mas de pronto se volvió, gritando con voz irritada, escupiendo las palabras:
— ¡No, no vuelvo, entendelo! Quédate en la jeruza para siempre. Ya no quiero más guasangas con reos, ¿lo oís?, con reos, porque tengo hombre que me dé. Y me da aritos: ¡velos! Y pañolón: ¡velo! —Y descubrió el busto, agitando al aire el trapo, mientras sus ubres, sudorosas por la emoción, temblaban en la camisa como si fuesen de gelatina. —Y botines: ¡míralos! —y enseñó el calzado amarillo, sobre el que caía la media azul, mostrando al mismo tiempo algo de la carnosa pantorrilla, con una suave vellosidad de durazno. Luego, volviendo el fuste desdeñosamente, desapareció.
—!Templada la negra! —dijo el cabo cuando se fue, entre las carcajadas de los soldados.
—Y qué... e hizo seña de masonería indecente, que produjo otra explosión de risas.
Chico Ramírez, el Chele, volviéndose más taciturno desde entonces. Arreglo su manutención con la mujer de otro presidiario, pasándose las horas fumando cigarrillos de tusa, o viendo obstinadamente al suelo. No pensaba más que en Tomasa, en la negra, acordándose del día en que se la trajo robada, como dicen, de Cedros. La muchacha, que era más ardiente que una cabra, cedió a sus primeras proposiciones, viniéndose a Tegucigalpa con él, donde sentó plaza de inspector de policía. Luego le echaron del puesto porque un día, que estaba de malas pulgas, con la clava le abrió la cabeza a un borracho que le echaba mueras al gobierno, sin querer caminar. Así se encontró sin empleo, viviendo con la amasia en un cuartucho de La Plazuela.
Pero la quería, a pesar de las sopapinas que le daba en sus jumas, antes de sumergirse en sus letargos comatosos, y concibió el plan de llevársela a la Costa Norte, a probar fortuna.
Ella, al saberlo, dijo que no, que no y que no.
—¡ah!-exclamó Chico, furioso—: es que estás emberrenchinada con ese maldito estudiante. Pues sabé una cosa: si los hallo juntos, por estas cruces, que los mato a los dos: por éstas. Y me largo enseguida a rodar tierras, mientras te podrís.
Y un día les halló, en el quicio de la puerta, sobiqueándose y besuqueándose... Sacó el cuchillo, echando más jotas que un carretero; pero sólo logró darle al mozalbete un rasguño, así, de un Jeme porque el tal huyó con piernas de venado. Capturó la policía al Chele, y como el otro sabía de jota intríngulis de derecho, dio con él en la penitenciaría, condenado a dos años y meses de cárcel.
Más de un año no supo de la Tomasa, de la negra, —Ya se endamó con otro —decían los reos, hurgándole, sin que dijese nada, porque sabía que era ciertísimo.
—Las mujeres así, Chele, no pueden vivir sin hombre —le soltaba un veterano del crimen, encanecido en la cárcel, que tenía un rayón desde un ojo hasta el hocico, donde no faltaba la apestosa.
—No pensés en esa gallina —seguía mansamente: no pensés y consolate. Por cada peso falso, hay cien mujeres que sólo falta que se les diga: ¡adiós, cosita! para llevárselas uno.
Pero el Chele, ni por esas. La amaba de un modo animal, a lo bestia en celo, aumentando su pasión la forzosa castidad de la cárcel. La quería siempre, acordándose de todo lo que le había hecho sufrir y gozar. Cuando cumpliese su condena, iría a verla, perdonándola. ¿Cómo perder aquel cuerpo que había hecho vibrar como una guitarra? --Mía o de nadie, pensaba Chico, contando los reales ahorrados.
El día en que cumplió su condena, lloró de gozo. Diéronle libertad a otros dos reos, y celebraron el acontecimiento en un estanco de La Ronda, bebiéndose la cuarta parte de un garrafón. Iba a salir dando traspiés, cuando pasó frente a él un joven, en el que reconoció a la luz del farol, a su odiado rival.
—¿A dónde iba? A verla, seguramente. Pidió una botella de aguardiente, bebiósela en seis tragos, y haciendo eses, golpeándose contra las paredes, trató de dar alcance al muchacho. Caminaba frenético, embrutecido.
Le alcanzó a los pocos minutos. Sí, era él. ¿Con que la Tomasa —iba pensando en su cabeza sudorosa, llena de alcohol —prefiere a este tipo amujerado, a este chancletudo sinvergüenza, y desprecia a un hombre como el Chele? Ya vería esa tal; ya vería. Los mato, por Dios que los mato. No lo despacho ya, porque quiero acabar con los dos. Sí, con los dos.
Diluviaba ligeramente. El estudiante, sintiéndose seguido, apresuró el paso; mas el Chele, aunque completamente beodo, le seguía a grandes zancadas. El otro echó a correr, ganando media cuadra, y se metió al cuarto de la Tomasa, de la negra, que aplanchaba una camisa.
— ¿Qué es?— dijo ella con susto.
—Un hombre me viene siguiendo; está bien bolo. Cerró.
La puerta cerróse violentamente, en los momentos en que llegaba Chico.
—Abran —rugió empujando—. Abrí, maldita: yo te voy a enseñar. Decile a ese maricón que salga, si es hombre. ¡Abrí! Aquí estoy, sinvergüenza. Y vociferaba insultos horribles.
La puerta, débil y carcomida, estaba para ceder a los esfuerzos del borracho, cuando éste, perdiendo la cabeza, rodó pesadamente sobre el empedrado, a la media noche pasó una ronda, y el oficial, viendo aquel hombre tendido, encendió un fósforo.
Tenía el rostro horriblemente desencajado, las uñas clavadas en las palmas de las manos, y en la boca medio oculta en la maleza de su barba rojiza, un copo de espuma sanguinolenta. Lo movió enérgicamente. ¡Estaba muerto!

martes, 26 de agosto de 2008

cuentacuentos

JORGE LUIS OVIEDO (1957- )
LAS APUESTAS

Apostar era la mitad de la vida, tal vez la vida misma. No existía acción, pensamiento, sueño, juego que no tuviera algo que ver con la competencia.
La vida toda era una apuesta interminable; probablemente lo sigue siendo para todos (pero al modo de cada uno y bajo las reglas que la vida nos va imponiendo), lo sigue siendo en silencio, sin alardes, porque ya no queda tiempo (o queda muy poco) para tantas vanidades estropeadas.
No sabría decir si ese espíritu de competencia que le vierte por los poros, por la respiración, por todas partes, a uno, tan espontáneo y fuerte, nace con nosotros, como los lunares o el carácter, o si en realidad lo adquirimos del ambiente, del mundo que vamos, poco a poco y con asombro, descubriendo. No sabría decirlo.
Sólo sé que detrás de cada acto de la vida, oculto o manifiesto, existe el deseo inquebrantable de satisfacer nuestros proyectos, de satisfacer nuestra vanidad, de darnos cuenta (y pasamos pendientes de ello día y noche) de que cada acto, cada competencia que hagamos o frase que digamos, trascienda más allá de nosotros mismos.
El placer entonces no estaba en obtener una recompensa material (que nunca las hubo), sino en esa rara y profunda sensación de plenitud que produce el saberse ganador. No importaba si la recompensa era un grito, una sonrisa, una carcajada nuestra o una frase de aliento, un apretón de manos o un abrazo.
Para quien constantemente gana las competencias, éstas suelen ser fáciles, flojas y hasta faltas de emoción, a menos que sean especiales. Para mí eran todo lo contrario. Si había alguien con una perseverancia a prueba de huracanes, terremotos y tempestades marinas era la mía. La razón, simple: no había ganado nunca una apuesta que valiera realmente la pena; no obstante me preparaba física y, sobre todo, sicológicamente con esmero.
No hubo sueño mío durante años que no surgiera, que no fuera producto de esa circunstancia que llegó a acaparar mi vida de una forma tan persistente como la posesiva presencia del polvo sobre las cosas.
Sueños que luego se volvieron pesadillas, por la imposibilidad de ganar que surgía siempre; incluso cuando no me veía compitiendo con nadie, sino en esas apuestas interiores que uno se hace para probarse, como cuando nos proponemos subir hasta la copa de un árbol, llegar en un determinado tiempo a un sitio, pegarle una pedrada a un determinado objeto escogido al azar, en fin: Y ahora había vuelto a ocurrir lo mismo, pero no en los sueños de mi noche anterior, sino en este momento, me dije ese sábado que cambió prácticamente el curso de mi vida, el empeño que me hacía verlo todo en función de esa complacencia interior que causa el triunfo. Porque he de ser franco, yo no puedo decir que alguna vez participara en algo solamente por el gusto de competir, lo hacía por el deseo (reprimido como el fuego que producen las cóleras de la impotencia) de ganar, de ser alguna vez el mejor. Y es probable que por esa ansiedad, por esa desesperación, por ese empeño puesto siempre, por los nervios, por tantas cosas que se acumulaban en la mente como cadenas, como frenos, culminaba perdiendo muchas veces en el instante crucial. Luego venía la burla de todos, especialmente la de Efraín, la de Oscar, la de Adán, la de Lando, o la de cualquier otro; y con ello mis lágrimas, la congoja, que no era tanto por la burla sino por mi incapacidad y talvez por esa creciente frustración que se había ido enquistando no sé en que parte de mí hasta hacerme sentir el peor del grupo, en cuestiones donde debía ponerse en juego la habilidad física, la valentía, el arrojo. Había que ser lo suficientemente ágil y nadar bajo de agua un buen trecho o hacer los mejores clavados o saltar desde las ramas más altas de los árboles, especialmente de las ramas de aquel guanacaste, para poder ser como Tarzán, para ser los pequeños reyes de la selva, para ser, fundamentalmente, aunque no lo dijéramos, el más importante del grupo, el más admirado.
Esa era la razón de las apuestas, y por eso las apuestas eran la mitad de la vida y hasta la vida misma; y yo ahora la sabía, ahora lo había entendido mucho mejor y trataba de prepararme mentalmente, de superar de veras una vez por todas, eso es, la fuerza de mis sueños trágicos.
Había amanecido nublado por las recientes lluvias del día anterior.
El clima, sin embargo siguió cálido y húmedo, con un sol que debía capearse los deformes y oscuros nubarrones que le salían al paso en pequeños grupos, para dejarnos ver sus finísimas agujas de cobre con que se le mete a uno en la carne y la va cociendo despacio. Era costumbre nuestra, si no había fútbol, ir al río, ya fuera de las diez de la mañana en adelante o de mediodía abajo. Como había llovido la noche del viernes preferimos ir después del almuerzo.
Efraín y Oscar no fueron, como en anteriores ocasiones, contando los últimos chistes de pepito, aprendidos o inventados. Nunca supe si Efraín inventaba los chistes o los aprendía de alguien, pero no había día que no saliera con uno nuevo. Era su pasión y en eso nadie le ganaba en el grupo. Es probable, ahora recuerdo, que por los exámenes que haríamos la siguiente semana no hubiera tenido tiempo de inventar nada o de averiguar lo suficiente.
También, es muy probable, debido al susto del día anterior cuando se subió, como era costumbre en nosotros, en el andén de una baronesa en marcha y al bajarse se tropezó y se fue de bruces. Las consecuencias en realidad no fueron tantas: raspones en las manos y en el codo derecho. Sin embargo debió asustarse mucho.
Fuimos como siempre, haciéndonos bromas pesadas, bromas que iban con la edad, con nuestros cambios fisiológicos: tocándonos las nalgas, tratándonos de maricas simultáneamente y hablando, con cierta seriedad y petulancia, de las compañeras mejor parecidas del grado. También nos entretuvimos un poco, bajando mangos a pedradas, en fin, haciendo lo que hacíamos cada mediodía todos los días de la vida, excepto los domingos. Fuimos muy devotos.
El río, como lo suponíamos, a causa de las lluvias se encontraba con más agua, con más corriente que la normal, pero el grueso de la crecida había pasado por completo, quedaba únicamente el rastro de la corrientada nocturna, la arena humedecida revuelta con ramas secas, hojas podridas, conchas de cangrejos muertos: vestigios de pequeñísimas vidas acuáticas o terrestres que se van quedando remansadas en los raiceros como la evidencia más palpable del curso que alguna vez tuvieron las aguas. La corriente aún se mantenía oscura, no con el color de chocolate que adquiere cuando el invierno se desata con toda fuerza, sino el color del agua de las lagunas después de las tormentas, un color más bien bayo.
Nos desvestimos en el sitio donde lo hacíamos todos los días, una falda de pura laja que quedaba a unos veinte metros de la orilla y todavía cubierta por la redonda sombra ( como la de un paraguas gigante) del guanacaste. Era probablemente la una de la tarde o talvez menos. El sol asomó intenso en ese momento. Oscar hizo lo de costumbre, buscar una piedra y orinar parando el chorro.
Adán y Pompilio dijeron que irían río-arriba para mirar los sábalos que debían haber subido con la creciente. Lando se quedó sentado, mirándose, con una paciencia que a todos nos daba cólera, una vieja cicatriz que tenía en el pie, paralela al tobillo y al tendón de Aquiles, se la hizo en una cerca de alambre de púas saltando con una vara usada como garrocha, que no resistió su peso. Solamente Efraín buscó la piedra desde donde hacíamos los clavados. Iba silbando la letra de una ranchera que generalmente cantaba cuando en la clase de música el profesor nos mandaba a cantar frente al resto del grado. Yo me quedé viéndome, viéndome por fin ganar una competencia importante, saboreando, disfrutando ese goce, ese placer tan hondo y cierto que produce el saberse por fin el miembro más importante del grupo. Recitando en mi interior las frases siguientes: "Dios tarda pero no olvida, sólo los que no compiten desconocen el triunfo." Y no era para menos, con eso creía otorgarme todo el valor necesario para subir a la más alta de las tres ramas que casi horizontales se tendían una sobre la otra, paralelas a la poza. Era frecuente saltar desde la primera rama, de la segunda solamente Efraín y Oscar saltaban y no lo hacían siempre. De la tercera nunca saltó nadie. Yo no sabría decir si por encontrarse a unos seis metros o más, o porque los casi tres cuerpos de profundidad de la poza, que mantenía normalmente, eran demasiado poco para contrarrestar la caída. O talvez, porque en el fondo, todos teníamos miedo, ese miedo que ahora yo estaba dispuesto a vencer, esa desesperada sensación de incapacidad que produce el temor y que lo acorrala a uno y lo achica y lo hunde más que cualquier fuerza física. Recordé primero a Efraín subiendo el árbol, caminando suelto como un equilibrista de circo sobre la gruesa rama hasta alcanzar el extremo y saltar (sobre aquellas aguas que se me antojaban sedientas), sumergirse en ese abrazo tan hondo y húmedo, como la madre que nos espera a veces con los brazos abiertos y nos mete en su pecho, nos estrecha como si quisiera devolvernos nuevamente a su carne y a su sangre. Lo recordé también cayendo de cabeza, vertical, su cabello castaño y largo como el de un apache del cine, encendido como una estrella fugaz, como un avión de guerra que se precipita a tierra, llameante, partiendo el aire, ahogando su grito tarzanesco con la caída. Y ahora mientras caminaba silbando hasta la piedra, la que nos había servido de motivo para darle nombre a la poza, no lo veía ir, no lo miraba alejándose de mí, con dirección a aquél sitio, sino subiendo el guanacaste como de costumbre, a través de un bejuco, como un pequeño rey de la selva, así, hasta alcanzar la primera rama y luego la segunda y recorrerla, sí, ahora la recorría despacio hasta el extremo, mientras gritaba fanfarrón el ooo... a lo rey de la selva para llamar la atención de todos, para que ninguno de nosotros se quedara sin verlo, sin despegar un instante la mirada, para que no nos perdiéramos el curso de su caída: les va con vuelta de gato gritó y se dejó ir, choumn hizo la caída, mientras se esparcía el agua. Luego Oscar hizo lo mismo, pero sin aventarse de cabeza, sino que dobladas las rodillas. Después vino mi turno, subí como siempre por las ramas del otro lado que casi tocaban el suelo de la falda y no les grité sino hasta que estaba en el extremo de la tercera rama, a seis metros de altura sobre el centro de la poza. Se volvieron a verme, y desde arriba adiviné, más bien descubrí la enorme incredulidad que afloraba de sus desorbitadas miradas, ahora que lo recuerdo sé que el miedo, o más que eso, él terror los dominaba por completo, pero no se atrevieron a decirme nada. Era como si estuvieran esperando la orden de fuego que antecede el adiós de un fusilado. Guardaron silencio y me clavaron no sólo la mirada sino que todos los sentidos, y por primera vez me vieron distinto, como seguramente nunca me habían visto, como no me verían jamás. Les voy a hacer el salto del tigre, les dije, mientras me ponía de pie. Había hecho el trayecto de panza, como si hubiera tenido que cruzar el lomo de un caballo salchicha desde el anca hasta el cuello o el escamoso lomo de una boa, y abrazando, con más vehemencia que un enamorado que espera ansioso a su pareja, aquella rama; sólo entonces, palpé la altura en que me encontraba y sentí vértigo, una posesiva sensación de abandono se me metió en el cuerpo. Era la misma sensación, exactamente la misma impresión experimentada decenas de veces al estar encaramado en algún árbol o en la cornisa, más exactamente en el friso del lado frontal de la iglesia, por donde nos cruzábamos de campanario a campanario Y de donde he caído de bruces muchas veces en una de mis pesadillas más frecuentes. Era esa misma sensación, pero ahora era en cierto modo mucho más que eso, era tal vez premonición; porque ayer había soñado que la rama se quebraba; un sonido inesperado, un chasquido, ese trac, no el trac breve y violento, sino ese trac largo que le prolonga a uno la agonía y le permite adivinar la caída, el golpe final, el estruendo de la ramazón que da contra la arena pedregosa del río y contra las tranquilas aguas de la poza.
Así me había visto la noche anterior en mis sueños. Cayendo precipitado junto a las tres enormes ramas del guanacaste, sintiendo el roce del aire restregarse contra mi rostro, como cuando vamos subidos en la parrilla de las baronesas, y después el golpe seco, más bien duro, de frente, con pecho y cara y no con las rodillas, contra el agua. Y nada más, ni siquiera una breve lucha desesperada contra la muerte, por que sobre mí había caído el peso de la última rama. Así había sido anoche, en ese sueño-pesadilla, así podría ser ahora si me quedaba demasiado tiempo controlando el vértigo. Pero quizás sea mejor regresar, pensé ¿Y si se me corta la respiración en la caída, como les ocurre a los paracaidistas, o si pego contra una roca mis rodillas y me quedo sin poder subir a la superficie? No sé cuantos segundos pasaron, pero yo seguía allí, sentado incapaz de ponerme de pie y saltar sobre la poza que me esperaba abajo, donde haría choumn y probablemente pringaría el cuerpo de mis compañeros, para después salir gozoso, eufórico, gritando que soy el mejor, que al fin he sido el mejor. Y todos me mirarían atónitos, incrédulos y ya no podrían burlarse. Sin embargo, seguía allí, incapacitado nuevamente en el instante crucial, esperando más bien que me hicieran pagar caro mi cobardía con sus burlas. Y eso fue lo que me hizo no cambiar de idea, no desistir, sacar de lo más quieto de mí, desde donde lo tenía humillado, el impulso que había venido cultivando por años. Esbocé una sonrisa que nadie vio, una sonrisa de nervios y de conformidad, de resignación más exactamente. Suspiré, aspiré profundo, cerré los ojos y salté; ya no había posibilidad de volver atrás, no había más manera de regresar, ya por fin estaba hecho, faltaban unos segundos para comenzar a celebrar el triunfo, para ser finalmente; aunque fuera por esta vez, por este fin de semana o durante un mes, el más importante del grupo, el más admirado. Pasaría del último, al primer lugar. Y el lunes en la escuela todos lo sabrían. Ya no sería el derrotado de siempre. Y probablemente alguna de las niñas de mi grado habría de fijarse en mi, ya no sólo iban a quererse aprovechar para que les dijera en el examen. Y ahora sí que faltaba poco, unos instantes brevísimos, casi nada, entrar en el agua, hundirme hasta el fondo, tocar la arena inmóvil, impulsarme con la punta de los pies, nadar un poco hacia la otra orilla, salir suavemente, para causar más expectación entre mis compañeros que se quedarán con la boca abierta. Sí, ahora, por fin, ya todo estaba hecho, ahora, por fin ya era otro; lo sentía, mientras el aire se restregaba conmigo, se restregaba contra mi menudo cuerpo como si fuera un huracán que corre hacia arriba, como si un ventarrón hubiera, de pronto, surgido del fondo de la poza y quisiera suspenderme, así sentí el viento, silbándome; apreté más los ojos y me dejé ir hasta que vino por fin el choumn, ese maldito choumn que no he podido olvidar jamás y que me agarró tan metido en mi abstracción que no lo recuerdo tanto por el sonido que produjo la caída, sino por la fugaz visión del agua esparcida y después la salida de Efraín, ese último esfuerzo angustioso por aferrarse a la vida y esa mirada de terror y resignación con que nos quedó viendo mientras se hundía.
Fue todo tan rápido que cuando Oscar grito: ¡se ahoga, cabrones,! ya Efraín se había embrocado. Casi a un tiempo nos tiramos al agua, sólo entonces caímos en la cuenta de que, a causa de las lluvias de la noche anterior, se había formado un enorme banco de arena. Por eso no nos costó encontrarlo, estaba a medio metro de la superficie, con el cuello partido, la boca llena de arena y sangre, todavía tibio, mirándonos fijamente y terriblemente muerto.
Desde entonces apostar ya no volvió a ser la mitad de la vida, sino la vida misma; claro que ahora ya no importaba llegar a ser el más admirado del grupo por una determinada proeza, sino de irle ganando partidas a la muerte; Arrancándole tirones de tiempo, copiándose el olvido, en fin, prolongando la vida más allá de ella misma, jugársela toda para ganarle la partida final a la muerte; aunque en el fondo no sea nada más que el deseo de satisfacer nuestra vanidad, la satisfacción de darnos cuenta que hay actos nuestros que trascienden más allá de nosotros mismos.
Juan Ramón Molina*
El Chele

Cuando ella le llevó el almuerzo —un plato de cocido hecho de prisa — aguardábala a la reja, agarradas las manos a los barrotes. Era un mocetón membrudo, tirando a rojo, de mandíbulas fuertes, velloso como un perro de aguas, de barba viril. Un macho como pocos.
La hembra se acercó, ritmando con las caderas, de amplio paréntesis, la estrofa del amor carnal. Era de mediana estatura, trigueña, rica de carnes, fresca como una sandía. Terciado el pañolón café, haciendo chillar los botines, pasó entre los soldados, despidiendo de su enagua una brisa ardiente y perturbadora, impregnada de perfumes baratos.
Chico —dijo ronroneando la voz como gata—, aquí está el almuerzo.
¿Por qué has venido tan tarde?— replicó el reo con una voz entre áspera y dulzona.
—No pude estar antes. Tengo mucho que hacer.
¡Mentira! Es que vivís entretenida con ese tinterillo. Ya se que me seguís engañando. Pero ve, por Dios —hizo una cruz con la diestra y la besó— que te doy una lección cuando salga de este enchute. Y lo que es a él... Aquí la cara del Chele hizo un gesto feroz, enarcándose las pobladas cejas de sus ojos atigrados.
—A él —siguió iracundo— lo degüello con éste. — Y a hurtadillas de los soldados sacó un cuchillo, no se sabe de dónde, terriblemente afilado. — Lo degüello, ya lo sabes.
En la faz de la mujer se pintó una mezcla de miedo y de odio. Ésta, de repente, tiró al suelo el almuerzo, alejándose de la reja.
—Oíme, negra —gimió él arañando los barrotes—; oíme un momento.
Más ella, caminando precipitadamente, como a pequeños saltos, ganó la entrada de la guardia.
—Oíme, negra, oíme, te lo suplico. Párate un poco.
Ella iba a desaparecer, zangoloteando la pulpa de las redondas posaderas; mas de pronto se volvió, gritando con voz irritada, escupiendo las palabras:
— ¡No, no vuelvo, entendelo! Quédate en la jeruza para siempre. Ya no quiero más guasangas con reos, ¿lo oís?, con reos, porque tengo hombre que me dé. Y me da aritos: ¡velos! Y pañolón: ¡velo! —Y descubrió el busto, agitando al aire el trapo, mientras sus ubres, sudorosas por la emoción, temblaban en la camisa como si fuesen de gelatina. —Y botines: ¡míralos! —y enseñó el calzado amarillo, sobre el que caía la media azul, mostrando al mismo tiempo algo de la carnosa pantorrilla, con una suave vellosidad de durazno. Luego, volviendo el fuste desdeñosamente, desapareció.
—!Templada la negra! —dijo el cabo cuando se fue, entre las carcajadas de los soldados.
—Y qué... e hizo seña de masonería indecente, que produjo otra explosión de risas.
Chico Ramírez, el Chele, volviéndose más taciturno desde entonces. Arreglo su manutención con la mujer de otro presidiario, pasándose las horas fumando cigarrillos de tusa, o viendo obstinadamente al suelo. No pensaba más que en Tomasa, en la negra, acordándose del día en que se la trajo robada, como dicen, de Cedros. La muchacha, que era más ardiente que una cabra, cedió a sus primeras proposiciones, viniéndose a Tegucigalpa con él, donde sentó plaza de inspector de policía. Luego le echaron del puesto porque un día, que estaba de malas pulgas, con la clava le abrió la cabeza a un borracho que le echaba mueras al gobierno, sin querer caminar. Así se encontró sin empleo, viviendo con la amasia en un cuartucho de La Plazuela.
Pero la quería, a pesar de las sopapinas que le daba en sus jumas, antes de sumergirse en sus letargos comatosos, y concibió el plan de llevársela a la Costa Norte, a probar fortuna.
Ella, al saberlo, dijo que no, que no y que no.
—¡ah!-exclamó Chico, furioso—: es que estás emberrenchinada con ese maldito estudiante. Pues sabé una cosa: si los hallo juntos, por estas cruces, que los mato a los dos: por éstas. Y me largo enseguida a rodar tierras, mientras te podrís.
Y un día les halló, en el quicio de la puerta, sobiqueándose y besuqueándose... Sacó el cuchillo, echando más jotas que un carretero; pero sólo logró darle al mozalbete un rasguño, así, de un Jeme porque el tal huyó con piernas de venado. Capturó la policía al Chele, y como el otro sabía de jota intríngulis de derecho, dio con él en la penitenciaría, condenado a dos años y meses de cárcel.
Más de un año no supo de la Tomasa, de la negra, —Ya se endamó con otro —decían los reos, hurgándole, sin que dijese nada, porque sabía que era ciertísimo.
—Las mujeres así, Chele, no pueden vivir sin hombre —le soltaba un veterano del crimen, encanecido en la cárcel, que tenía un rayón desde un ojo hasta el hocico, donde no faltaba la apestosa.
—No pensés en esa gallina —seguía mansamente: no pensés y consolate. Por cada peso falso, hay cien mujeres que sólo falta que se les diga: ¡adiós, cosita! para llevárselas uno.
Pero el Chele, ni por esas. La amaba de un modo animal, a lo bestia en celo, aumentando su pasión la forzosa castidad de la cárcel. La quería siempre, acordándose de todo lo que le había hecho sufrir y gozar. Cuando cumpliese su condena, iría a verla, perdonándola. ¿Cómo perder aquel cuerpo que había hecho vibrar como una guitarra? --Mía o de nadie, pensaba Chico, contando los reales ahorrados.
El día en que cumplió su condena, lloró de gozo. Diéronle libertad a otros dos reos, y celebraron el acontecimiento en un estanco de La Ronda, bebiéndose la cuarta parte de un garrafón. Iba a salir dando traspiés, cuando pasó frente a él un joven, en el que reconoció a la luz del farol, a su odiado rival.
—¿A dónde iba? A verla, seguramente. Pidió una botella de aguardiente, bebiósela en seis tragos, y haciendo eses, golpeándose contra las paredes, trató de dar alcance al muchacho. Caminaba frenético, embrutecido.
Le alcanzó a los pocos minutos. Sí, era él. ¿Con que la Tomasa —iba pensando en su cabeza sudorosa, llena de alcohol —prefiere a este tipo amujerado, a este chancletudo sinvergüenza, y desprecia a un hombre como el Chele? Ya vería esa tal; ya vería. Los mato, por Dios que los mato. No lo despacho ya, porque quiero acabar con los dos. Sí, con los dos.
Diluviaba ligeramente. El estudiante, sintiéndose seguido, apresuró el paso; mas el Chele, aunque completamente beodo, le seguía a grandes zancadas. El otro echó a correr, ganando media cuadra, y se metió al cuarto de la Tomasa, de la negra, que aplanchaba una camisa.
— ¿Qué es?— dijo ella con susto.
—Un hombre me viene siguiendo; está bien bolo. Cerró.
La puerta cerróse violentamente, en los momentos en que llegaba Chico.
—Abran —rugió empujando—. Abrí, maldita: yo te voy a enseñar. Decile a ese maricón que salga, si es hombre. ¡Abrí! Aquí estoy, sinvergüenza. Y vociferaba insultos horribles.
La puerta, débil y carcomida, estaba para ceder a los esfuerzos del borracho, cuando éste, perdiendo la cabeza, rodó pesadamente sobre el empedrado, a la media noche pasó una ronda, y el oficial, viendo aquel hombre tendido, encendió un fósforo.
Tenía el rostro horriblemente desencajado, las uñas clavadas en las palmas de las manos, y en la boca medio oculta en la maleza de su barba rojiza, un copo de espuma sanguinolenta. Lo movió enérgicamente. ¡Estaba muerto!
*MOLINA, JUAN RAMÓN (1875-1908). Cumple, en octubre, cien años de haber muerto, sin embargo, continúa siendo uno de los poetas hondureños más difundidos y más leídos. Contemporáneo de Rubén Darío, de quien fue discípulo y, como el gran maestro del modernismo, logró mangníficos versos. En los cuentos de Molina es menos evidente la influencia del nicaragüense, porque en ellos no destaca el preciosismo modernista, sino el realismo naturalista.
Molina ejerció también el periodismo. Al valorar su poesía Miguel Angel Asturias lo denomina hermano genelo de Rubén Darío; también reconocen sus méritos literarios el propio Rubén Darío, así como Rafael Heliodoro Valle, Max Henríquez Ureña, Hugo Lindo, William Chaney y Enrique González Martínez, entre otros.